Escrito por: Alex Secue Pazu.
Estudiante de Comunicación Propia intercultural de la UAIIN.

En medio de la cuarentena, la gente en las veredas hablaba con preocupación del regreso de las personas que habían salido del territorio hacia ciudades como Bogotá, Cali, Medellín, Popayán y Santander de Quilichao, un pueblo que parece la capital del norte del Cauca. 

“Que no los dejen entrar a la comunidad”, “si se fueron que no vuelvan”, eran los comentarios habituales que se escuchaba murmurar en las veredas del resguardo indígena de Jambaló al enterarse de que los Nej’wesx (autoridades tradicionales) permitirían la llegada al territorio de quinientas personas que se encontraban en las ciudades. Para indagar un poco más sobre la preocupación de las comunidades ante el posible regreso de algunas personas desde las ciudades a las veredas de Jambaló, fui a la casa de la señora Aurelia Escué Caracol para conocer su historia ya que pocos días antes había regresado a su vereda, Vitoyó.

Toqué la puerta y abrió la ventana, se colocó un tapabocas y sin mediar muchas palabras empezó a contarme su historia. 

Me dijo que hacía cuatro años había tenido que irse a la ciudad, que partió en busca de otras oportunidades porque en la comunidad no tenía los ingresos económicos suficientes para sacar a su familia adelante. En Vitoyó, vereda del resguardo de Jambaló, vivía de lo que le daba el café y la coca, pero como tenía tan pocas matas no le alcanzaba para cubrir los gastos de sus dos hijos. El café lo podía cosechar una sola vez al año y la coca la dejó abandonada porque en la vereda se hablaba de la sustitución voluntaria. Así que, como no tenía más opciones para sacar a la familia adelante, se fue en busca de otras oportunidades.  

 Al fondo de la vivienda se escuchaba la radio, sonaba música propia. Mientras tanto, yo anotaba en mi libreta.  

La señora Aurelia me contó que se fue a Santander de Quilichao. En este lugar, comerciantes, campesinos, nasas, afrodescendientes y compañeros del pueblo Misak, provenientes del municipio de Silvia, se aglomeraban para vender sus cosechas o cacharros y comprar lo necesario. En la galería le ofrecieron trabajo para revender verduras y hortalizas, el mercado era muy bueno pero le pagaban muy poco y no le alcanzaba para apoyar a la nieta en sus estudios. Por ello siguió el consejo de una amiga comerciante y logró sacar un permiso con la alcaldía de Santander de Quilichao para colocar un puesto propio. Empezó a vender cebolla, plátanos, yuca, papa, arracachas, zanahorias, remolachas, repollos y ullucos.

En ese lugar llevaba trabajando cuatro años hasta que llegó la peste y se decretó la cuarentena por el aumento de contagios del Coronavirus. Las cosas para doña Aurelia cambiaron por las restricciones a su forma de trabajo, la misma forma con la que muchas familias se ganaban la vida.

Mencionó que la gente no se va a las ciudades porque quiera irse sino porque necesita “garantizarles a sus hijos que coman, se eduquen y cuando crezcan se puedan defender por sí solos”.  La idea con su familia era trabajar en la agricultura, pero por falta de suficiente tierra decidieron emigrar y dedicarse al comercio. Su hijo trabajaba transportando artículos para mascotas desde el Valle del Cauca hasta el casco urbano de Toribío. Su hija le ayudaba vendiendo los productos en la galería.

Aurelia tuvo que regresar a su territorio para evitar el contagio y para estar junto a su compañero sentimental.  Dejó el negocio a su hija para que pudiera seguir manteniendo a su nieta.  

En la vereda estuvo encerrada hasta cumplir la cuarentena de quince días para no poner en riesgo a la comunidad. Ella no tenía el virus, pero estaba acatando la resolución del municipio para evitar cualquier posibilidad de contagio. Contó que en la comunidad todo marchaba bien, las familias madrugaban a coger café o a sembrar en sus parcelas; otros con sus machetes y azadones limpiaban los productos que les habían garantizado el sustento en muchas crisis económicas que habían vivido dentro de su vereda desde la recuperación de la tierra. 

Después de pasar un largo rato de conversa detrás de la ventana, la señora Aurelia abrió la puerta, me hizo pasar a su casa, me ofreció una deliciosa sopa de verduras y una tasa de chocolate. A lo lejos se veía salir a los finqueros con su carga de café a lomo de caballo, mientras la señora Aurelia me contaba cómo en el campo los días se hacen cortos, “la gente entra al trabajo a las siete de la mañana, almuerza a las once del medio día y sale a las tres de la tarde”.

Mientras la señora Aurelia caminaba en la sala recogiendo unos vasos para lavarlos me dijo que en la comunidad la cuarentena no se había sentido tan duro como pasa en las grandes ciudades, donde están aguantando hambre porque las ayudas del gobierno han sido insuficientes para contrarrestar la emergencia. “Si las comunidades indígenas dependieramos de las ayudas que da el gobierno ya estaríamos muriéndonos de hambre”.  Las raciones no llegaron a tiempo ni fueron suficientes para las familias que son numerosas, es por eso que al igual que ella, mucha gente regresó a las comunidades de origen para poder sembrar.

Era una tarde con brisa, el sol se ocultaba en las altas montañas, entretanto la señora Aurelia sonreía contando lo bonito y difícil que es la vida para muchos fuera de la comunidad. Hace la diferencia entre vivir y sobrevivir.

Mencionó que en la comunidad por muy poca tierra que tengamos se puede sembrar, ya que el clima es propicio para cultivar distintas variedades de plátano, yuca, cebolla, fríjol, alverja, maíz, arracacha, café, naranja, banano, guama, aguacate, guayaba, mandarina. Como la vereda tiene sus microclimas, en la parte alta se pueden cultivar moras, tomates de árbol, zanahorias, papas amarillas, remolachas, acelgas y otras verduras; en la parte baja donde la zona es más caliente, se pueden cosechar mangos y otros frutales que se adaptan al clima. 

Aurelia también expresó que la Madre Tierra es totalmente apta para el Wët Wët Fxi’zenxi (Buen Vivir), a diferencia de las ciudades donde muchos comuneros se quedaron atrapados por culpa del Coronavirus, dado que allí solo se puede comer si se tiene dinero para comprar.

Reflexionó sobre su estadía en la ciudad, señalando que hallarse en una ciudad, encerrada en cuatro paredes y sopesando varios meses de cuarentena, es sobrevivir. “Allí no se puede cultivar, todo se compra, las pocas reservas económicas se acaban rápidamente pues los productos son más caros en estos tiempos de pandemia; además, toca pagar arriendo, energía, agua y gas”. 

La señora Aurelia se sentó al lado de la mesa y relató que cuando inició la pandemia ella observó que los productos de primera necesidad escaseaban rápidamente en la galería. El guineo castillo y el rollizo fueron los que más rápido se vendieron, mientras que en la comunidad ese guineo es el que menos se consume. Así mismo, uno ve que cuando hay cosecha de naranjas, guayaba, limón, guama y aguacate estos productos se desperdician. No hemos aprendido a valorar lo valiosas que son estas tierras, que producen todo sin necesidad de fertilizantes ni abonos químicos.

La señora Aurelia continuó su relato recomendando a los jóvenes y a la comunidad en general que aprendamos a valorar la Madre Tierra que nos da la comida. La cuarentena hasta el momento no se ha sentido tan duro en las comunidades indígenas que tienen tierra para cultivar el Tul (huerta nasa). Ahí la gente no tiene suficiente plata pero hay comida, razón por la cual muchos de los que se fueron a jornalear a las grandes ciudades y otros lugares del país, regresaron a la comunidad donde sus padres les sembraron el cordón umbilical.

A propósito de lo que menciona la señora Aurelia sobre la siembra del ombligo, Mario Javier Güegüe, guardia indígena y sabedor ancestral del pueblo Nasa, quien desde afuera escuchó la conversa, mencionó que esta práctica cultural consiste en sembrar el cordón umbilical del recién nacido en la parte derecha de la vivienda o a un lado de la tulpa o fogón, se siembra con maíz, fríjol y Ҫxayuçe (Yerbalegre). Las semillas, para que el niño crezca con dientes sanos y sea trabajador; el Ҫxayuçe, planta medicinal para que el nuevo ser viva en armonía en su entorno. 

Mientras le brinda chirrincho a los espíritus, dice que la siembra del ombligo significa el arraigo del ser Nasa con la Madre Tierra. Junto con las semillas se siembran las energías que tiene una persona, para que cuando crezca, por muy lejos que se vaya sin importar el tiempo o el lugar, algún día vuelva a su tierra de origen. Afirma que en la actualidad muchos están dejando esta práctica cultural porque no entienden la importancia ni lo profundas que son las raíces del ser Nasa.

Muchas personas que han estado por largo tiempo fuera del territorio han buscado la manera de regresar a la comunidad. Incluso los que se fueron renegando y manifestando argumentos como: “estas tierras no dan nada”, “no son tierras aptas para el trabajo”, “el cabildo indígena no apoya”, “no hay recursos para sembrar”; también ellos han regresado.

Mientras Mario Javier Güegüe decía estas palabras, en la emisora comunitaria Voces de Nuestra Tierra el Nej’wesx Jose Cruz, autoridad tradicional de Jambaló, decía que fuera del resguardo había dos mil personas, de las cuales quinientas habían regresado durante la cuarentena. Mencionaba, además, que las personas que han emigrado hacia las grandes ciudades, se han ido en busca de oportunidades laborales, por temas de estudio, por amenazas, por falta de tierra como desplazados o porque conforman familias con personas de otros territorios.

Contaba que el tiempo de pandemia ha permitido el regreso de los comuneros a sus territorios, resaltando que aunque hayan salido de sus veredas, han permanecido vinculados a la organización a través del censo del resguardo y han mantenido sus raíces culturales y su identidad.

Mientras oscurecía y la autoridad indígena terminaba su alocución, la señora Aurelia decía que el regreso a los territorios de origen en tiempos de We’ Wala (pandemia) nos había dado una lección: “la vida de todos los seres depende de la Madre Tierra, la esencia de lo que somos es lo que comemos y en tiempos de pandemia ha sido el Tul (huerta nasa) el que nos ha salvado de muchas hambrunas”.

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